sábado, 30 de junio de 2012

LA RESPUESTA

Texto orginal de:

Rolando Pituti Correa

  ¿Puede morir la muerte? Cuatro palabras de trazos opacos y temblorosos sobre un muro descascarado desafiaron mi comprensión y se instalaron desde entonces en algún rincón olvidado de mi cerebro. Recuerdo haber mirado el graffiti con el desinterés propio de un niño regresando a toda prisa del tedio de la escuela. Ni siquiera me pregunté por qué nunca lo había visto en ese corto y rutinario trayecto hasta mi casa. El barrio en ese entonces lucía sus fachadas bajas y modestas salpicadas con terrenos baldíos que los niños convertíamos en los escenarios de nuestra fantasía.

      ¿Puede morir la muerte? La frase insistió al día siguiente logrando que me detuviera a observarla. Obedeciendo un impulso, deslicé mis dedos sobre la pintura retirándolos de inmediato con la sensación de haberlos posado sobre la puerta de un horno, un horno extrañamente pulsante. El susto y la impresión no fueron suficientes para vencer a mi curiosidad; con cautela fui aproximando nuevamente la mano hasta tocar la superficie. Volví a experimentar el calor, que ya no parecía quemar, sino transmitir una inexplicable sensación de bienestar. Fui recorriendo una a una cada letra tratando de comprobar si todas me producían la misma tibieza y esa especie de latido que se sentía como el arrullo de una canción de cuna. Cuando terminé, observé mi mano. Una nítida “m” se había dibujado en su palma, a pesar de que la pintura parecía antigua. Recuerdo haberme frotado enérgicamente sin conseguir siquiera deformar el dibujo. Apenas llegado a casa le conté a mi madre la experiencia, a lo cual me respondió con una sonrisa complaciente. Cuando intenté ofrecerle la prueba de la marca en la mano derecha noté sorprendido que ésta había desaparecido sin dejar el menor rastro. Lo mismo ocurrió con el graffiti, al que jamás volví a ver. Algunas décadas después, esa anécdota se había borrado totalmente de mi memoria, desplazada por otras innumerables y más cercanas en el tiempo.
      Mi vida se deslizó por carriles comunes hasta depositarme una mañana cualquiera en Los Corales, un pequeño pueblo de pescadores recostado en una bahía apenas perceptible en la inmensidad del Atlántico. Un vuelo cancelado, una espera de dos días, un mapa y las ganas de escaparme del bullicio de las ciudades —nada especial, simples circunstancias— me llevaron a ese rincón del que nunca había oído hablar.
      —No servimos desayuno, pero si va al puerto, acá nomás, a doscientos metros, preparan un café que es la envidia de la comarca. Los pasteles son únicos. “El Ancla”,  se llama el bar —me dijo el dueño del único hotel—. Lo va a encontrar enseguida, no hay otro —agregó sonriendo.
      El sol resplandecía a media altura en un cielo completamente libre de nubes, era una mañana deliciosa. Caminé sin prisa, disfrutando de la brisa levemente salobre y la perspectiva de un descanso inesperado y oportuno. El azul del mar era muy intenso; a lo lejos, como gaviotas posadas en el agua, se distinguían algunos veleros. Me detuve un momento dejando que mis pensamientos se desplazaran en absoluta libertad en medio de un paisaje que llenaba mi espíritu de sosiego.
      —Un pigargo; águila marina. Es muy raro verlos —la voz de contralto me sorprendió. No la había visto llegar. Me señalaba un ave de gran envergadura volando muy alto—. Es una especie casi extinguida —continuó sin dejar de observar al ave que se alejaba.
      La joven mujer parecía embelesada. Sus rasgos me resultaban vagamente familiares, algo incongruente en esa geografía tan lejana a mis rutinas. Cuando nos miramos casi pego un brinco. También noté en ella un gesto apenas reprimido de estupor. Tal vez fue en el transcurso de un segundo, no lo sé. Le extendí la mano para saludarla sin dejar de mirarla a los ojos. Entonces ocurrió.
      La misma sensación, la misma tibieza, el mismo latido.
      ¿Puede morir la muerte?
      El recuerdo fue instantáneo. Pero sólo fue el comienzo. Un vértigo de imágenes y sensaciones que abarcaban todos los sentidos me inundó por completo desde el fondo de sus ojos. Cuevas oscuras impregnadas con olores salvajes y humo espeso. Sonidos guturales, frío de rocas, ríos congelados, hambre y peste, yermos sedientos, huesos blancos reverberando soles en la soledad más absoluta. Sentí el mareo del náufrago, la euforia de la sangre del enemigo goteando en la punta de una espada. Vi los fuegos de San Telmo y los ríos incandescentes bajando veloces desde la furia de los volcanes. Pude percibir mi sangre derramándose una y mil veces. Y vi campos sembrados, selvas huérfanas, nieve y lluvias interminables, eclipses e incontables lunas elevándose en el horizonte. Venenos de serpientes y escorpiones quemaron mis venas con dolores indescriptibles. Caricias de madres, avidez de leche, canciones, pasiones en hierbas y alcobas, paz y guerra, llamas, cuerpos enlazados, alegría y llanto.
      ¿Puede morir la muerte? ¿Puede morir la muerte? ¿Puede morir la muerte?
      Ella. Su rostro girando en el centro del vórtice. Ella. Auroras y ocasos como chispazos infinitos.
      ¿Puede morir la muerte? ¿Puede morir la muerte? ¿Puede morir la muerte?
      Pulsaciones en nuestras manos, acompasadas en un frenesí magnético inagotable. Desfile de astros y mundos desconocidos, formas inimaginables, dimensiones imposibles, luces, colores, irrealidades...
      —Yo… —de repente su voz quebró el ensueño—, te vi…  yo… tú… mira —dijo repentinamente mostrándome la palma de la mano: la “m” parecía un tatuaje. Miré la mía y ya no me asombró ver el mismo y exacto trazo.
      —Esto es… —no pude hilvanar la idea que se insinuaba en mi mente.
      “¡Mami!”, una niña le hacía gestos desde la otra vereda.
      —Debo… debo irme ahora —dijo turbada.
      —Espera —le dije—. Toma mi tarjeta, por si no vuelvo a verte por aquí Debemos hablar…
      —Ariadna —respondió—. que volveremos a encontrarnos —agregó acentuando la frase. Luego cruzó la calle corriendo. Se detuvo junto a la niña y me dijo a viva voz—: Ramiro, ¿puede morir la muerte? —Me miró significativamente y luego se alejó tomando a la pequeña de la mano.
      Quedé profundamente conmovido sin atinar a nada durante un lapso impreciso. Muy cerca se veía el cartel con un ancla dibujada.
      Mi ilusión de descansar se hizo añicos en los vanos intentos por encontrarla nuevamente. No recuerdo, ni intento recordar, cómo transcurrieron esos dos días. De regreso a Rosario, el trabajo volvió a absorberme casi por completo.
      Pero ahora, ya nada es igual. Creo haber encontrado la respuesta demorada desde la niñez. Una energía invisible me envuelve, como si fuera el campo de gravedad de un poderoso cuerpo astral.
      ¿Puede morir la muerte?
      Espero un llamado.
      Sé que llegará.

Rolando Pituti Correa.

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